El tratamiento antimicrobiano debería perseguir, como objetivo primordial, no solamente la curación clínica del paciente, sino también la erradicación del patógeno responsable de la infección.
Esto resulta obvio cuando se trata de infecciones graves per se, como pudieran ser la endocarditis o la meningitis bacteriana, pero también es aplicable cuando buscamos prevenir complicaciones derivadas de la infección, como podría ser el caso de la fiebre reumática post-estreptocócica.
Otro ejemplo en el que se demuestra la importancia de la erradicación microbiológica es la EPOC, dónde además de favorecer el control de la sintomatología en el evento agudo, consigue alargar el periodo libre de síntomas entre reagudizaciones, lo que disminuye también el número de ciclos de tratamiento antibiótico; éste es uno de los motivos por los que se recomienda utilizar antibióticos bactericidas en lugar de bacteriostáticos.
Si logramos la erradicación bacteriana estaremos generando menor presión sobre el nicho ecológico y lograremos, de este modo, prevenir la selección de mutantes resistentes.
Sin embargo, habitualmente trabajamos en un entorno de cierta incertidumbre, y, en ocasiones, nos encontramos con dificultades a la hora de afrontar la toma de decisión de qué antimicrobiano elegir; debemos recordar que el tratamiento es empírico en la mayor parte de las ocasiones por la falta de un diagnóstico etiológico, al menos inicialmente.